viernes, 9 de octubre de 2015

Capítulo V: Tocando la Flauta

La clase se había desenvuelto como de costumbre. El profe, al piano, acompañaba la triste orquesta de flautas dulces desentonadas y cada dos o tres minutos se detenía a gritarle a alguien que equivocaba la nota. La misma rutina de siempre.
Sonó el timbre y todos nos levantamos apurados, desesperados por ganar un buen lugar en el quiosco o simplemente para disfrutar del aire fresco con amigos en el patio del recreo. Pero cuando estaba por salir el profesor me llamó. "La puta madre, me va a retar", pensé. Me di vuelta despacito, tanteando, y lo vi sonreír muy amablemente. No entendía nada.
No es que haya sido una alumna problemática, pero tampoco fui nunca la nena mimada de los profes... en realidad, era la típica chica que nunca destacaba por nada, ni bueno ni malo. No hacía travesuras ni sacaba dieces, no era popular ni muy sociable pero tampoco poseía una característica que me hiciera blanco de bullying; en definitiva, pasaba inadvertida todo el tiempo. Y esa invisibilidad me molestaba muchísimo. A veces hubiera querido ser la narigona de Camila o el rengo Luciano para que por lo menos alguien me mirara. Me sentía la nada misma, completamente insignificante. Por eso siempre fui muy susceptible a los elogios. Y eso fue lo que hizo el profe cuando me llamó: llenarme de halagos. Me dijo que era brillante, que tenía un talento especial para la música y que me había ganado algo que no le daba a nadie pero que yo me lo merecía sin lugar a dudas: una prueba para entrar a una orquesta infantil.
Hoy en día me doy cuenta de lo boluda que fui al creer que existía la posibilidad de entrar en una orquesta infantil (perdón por mi ignorancia, pero... ¿eso existe?) tocando la flauta dulce. Pero con diez años yo no era muy despierta que digamos...
En fin, yo estaba ahí, perpleja y entusiasmada, creyéndome la reencarnación de Beethoven porque el profe de música me había dicho que mi talento valía oro. Y cuando tenés el ego tan inflado te pensás que nada ni nadie pueden hacerte daño. Los chicos ya habían salido al recreo y nosotros nos habíamos quedado solos. Después teníamos hora libre y como el aula estaba en el último piso, casi escondida para evitar que el ruido de los instrumentos interfiera en las demás clases, prácticamente nadie pasaba por ahí. La conversación se extendió poco más sobre las características inverosímiles de esta orquesta y los beneficios que me traería a futuro (Todos van a conocer tu talento; nena, sos increíble, tenés que explotar tu don...), hasta que finalmente lo soltó:
- Sos muy madura para tu edad. Estás en condiciones de hacer cosas que no hacen tus compañeros, como trabajar en una orquesta o tener novio. ¿Tenés novio?
Le contesté que no, obviamente, pero que me gustaba Nico. Y la charla se desvió en cuestión de segundos hacia la madurez que implica tener una pareja y hacer cosas de pareja. O sea, sexo. No sé cómo, pero con toda la astucia del mundo el tipo dejó de lado el tema de mi futuro como música y la supuesta prueba que iba a hacerme en la hora libre que teníamos después del recreo, y empezó a contarme que había tenido una novia que también era brillante como yo y que tenía 12 años pero se comportaba como una adulta. A pesar de ser bastante dormidita, le contesté que las chicas de esa edad no salen con gente grande como él. Mala respuesta. Enseguida retrucó: "La mayoría no, porque son nenas, pero vos sos muy madura; lo que no hacés es porque nadie te lo enseñó, pero yo sé que pensás como adulta y estás en condiciones de aprender"; acto seguido, se aflojó el cinturón, bajó la cremallera del jean y sacó algo que a mis diez años me pareció inmenso. Un pedazo de carne descomunal que colgaba de su mano mientras me miraba fijamente; aunque yo no podía correr la vista de su pija, sentía sus ojos clavados en mí. Y entonces caí en la realidad, me asusté, sentí ganas de vomitar, pero estaba paralizada. Diez años me hacían terriblemente vulnerable pero me permitían tomar consciencia de lo que estaba sucediendo en ese momento y que voy a contar en la próxima entrada porque sino esto va a parecer el Antiguo Testamento.

viernes, 2 de octubre de 2015

Capítulo IV: Rememorando

Re-pensar mi historia para plasmarla acá me lleva, indefectiblemente, a revolver más y más atrás en el pasado.
Es loco porque nunca en mi vida había pensado en una mujer como objeto de deseo, a pesar de que una está acostumbrada a ver minas en pelotas en esta sociedad hipersexualizada y a que la bombardeen con mensajes de que la belleza femenina es deseable para todos. Los medios de comunicación te lesbianizan un poquito. Ves todas esas cosas que en otras generaciones solo estaban destinadas a la intimidad de los hombres heterosexuales. Y te habituás; ya no te da asco ver a dos minas toqueteándose en una revista, lo cual, en cierta forma, expande tus límites. Pero de ahí a ver a una chica y sentir la necesidad de besarla o tocarla como te gustaría que te toque un chico hay un abismo de distancia. Nunca me imaginé en un sillón con una mujer desnuda enfrente mío. Era algo que simplemente no cabía en mi cabeza.
De todas maneras, a veces pienso si lo que realmente expandió mis límites para que luego del episodio del sillón pasara lo que pasó (y que pienso contar próximamente, porque todo en una entrada no cabe) no fue el suceso del aula de música.